.Qué fácil se ven los toros desde la barrera. Pero cuando la bestia está ante ti, grande, fuerte, negra… Escapar, huir, es lo más fácil, (el avestruz lo hace continuamente) pero para mí no había escapatoria, ni salida ante aquellas sombras sin rostro que me llamaban. Las voces resonaban en mi cerebro una y otra vez, tapaba mis oídos con las manos, pero eran tan persistentes, tan reales, siendo las únicas compañeras que seguían mis pasos desde hacía tiempo. Atrapada en mi propia cárcel recorría con la mirada aquel lugar que había sido mi casa, donde había vivido tantas y tantas horas de dicha. Ahora me sentía tan sola entre aquellas cuatro paredes que había perdido toda la intimidad, la complicidad que había adquirido durante aquellos últimos años. Me sentía como una barca a la deriva, sin más sustento que un corazón roído por la desesperación y el caos. Pero lo peor era vivir con una completa desconocida (porque yo no me reconocía en aquella otra piel, llamada enfermedad mental). ¿Qué había sido de mis amigos? ¿De los recuerdos? ¿Los colores? En mi paleta de colores sólo y únicamente existía el negro…Lo saboreaba cada día, llegando incluso a oscurecer todos y cada uno de mis sueños perdidos en algún lugar de mi memoria, ahora de difícil acceso… ¿Dónde estaba Carlos? ¿Dónde sus bondadosas promesas? Ni tan siquiera la voz respondía a mis miles de preguntas. Siempre había estado en contra del suicidio, ahora empezaba a coquetear con él, como si fuera mi amante. Le dedicaba cada vez más mis inútiles horas de vida, con abrazos tenues y caricias cómplices. A falta de amigos incondicionales…esos se esfumaron igual que burbujas de jabón… Mi mundo giraba a mi alrededor sin ningún aliciente…Me levantaba, desayunaba con medicación, comida con medicación, cena con medicación…Entre medias intentaba vivir sin lograrlo. Ahora comprendía la palabra “caos” ¿Dónde estaba Dios? En aquellos momentos no creía en nada ni en nadie…Cadáveres, quizás. Yo, muy a mi pesar con vida, era uno de esos cadáveres vivientes que deambulan por el mundo de puntillas… ¡No! ¡No! No quiero vivir así, privada de toda sensibilidad. ¡Extirpadme este cáncer que llevo dentro!
Derrotada caí al fondo del abismo…No sé qué hora era cuando me desperté de aquel trance, en el suelo, sin más abrigo que el frío mármol. Con los huesos entumecidos me ayudé de una silla para levantarme, cuando en las noticias de las nueve daban una que me sonaba familiar…Joven de treinta y pocos se precipita al vacío desde un cuarto piso…¡Por qué yo no tenía fuerzas para hacer lo mismo!
Me acerqué a la cocina, con la esperanza de encontrar un poco de cafeína y así intentar despistar a la melancolía. Todo estaba igual que antaño. Sin embargo, un frío glacial paralizaba mis músculos incapaces de sentir la vida (esa misma que se me escurría entre los dedos, como granos de arena). Alargué la mano hacia los cristales para sentir el calor del sol, pero no sentí nada, caí desesperada sobre una silla buscando algún recuerdo, pero, como las musas de los escritores, las mías se habían ido para no volver. La cafetera estaba donde la había dejado hacía unos meses antes de mi ingreso, sobre la encimera, como esperando que alguien compartiera con ella una taza de café. La llené de agua, puse un poco de café que quedaba y me senté para esperar la magia que produce la cafeína. El primer sorbo lo saboreé con tanto entusiasmo que enseguida me sentí transportada hacia viejos y recónditos recuerdos de antaño, cuando toda la familia nos reuníamos en la cocina y se olía a café, tostadas recién hechas, acompañado todo de la risa de una familia feliz. La realidad con su enorme peso me devolvió al presente. Otro fallido intento de reconciliarme con la vida se hacía añicos, no quería vivir de aquella manera -como un cadáver viviente-. Rodeada sólo de inseguridades, indiferencia, desasosiego. Me asomé a la ventana para ver de cerca la vida, pero sólo vi personas yendo y viniendo como autómatas, sin rumbo fijo. ¿Por qué no me unía a aquellas gentes para que me arrastraran hacia un mar de esperanzas? Así, sin más, bajé a la calle y me puse a la cola de la gente, esperando mi oportunidad, como todo el mundo. Un viejo me dio la mano, estaba fría como el mármol pero yo la acepté como se acepta una última oportunidad, caminé hasta no sentir mis piernas, recomponer fuerzas y continuar mí escapada de la realidad cotidiana. Ésta pronto me llevó de nuevo a mi casa, para tomarme la medicación que me había recetado mi psiquiatra, sin la cual ya no podría vivir. ¿Vivir? ¡Qué paradoja! Después de tomar una fruta me acosté para intentar apaciguar mi malogrado espíritu. Al rato debí de quedarme dormida con ayuda de la medicación. Eran las seis de la tarde cuando desperté de la siesta. Parecía que el tiempo se hubiese detenido, lo cual agradecí, porque me daba una pequeña tregua: Mis pensamientos ya no eran tan destructivos e incluso tenía ganas de cambiar un poco aquella casa e intentar hacerla un poco más cálida con la ayuda de una mano de pintura. El comedor tenía las paredes grises. Las cambiaría por un verde oliva, compraría alguna lámina de pintura impresionista, cambiaría el tapizado de los butacones por un estampado primaveral. Haría un rinconcito alegre donde poder disfrutar de la vida…cuando aprendiera a vivir nuevamente.
Ensimismada en mis contradictorios pensamientos, de pronto recordé que no le había dicho a mi vecino del quinto que había regresado a casa. Subí hasta el quinto y llamé, pero no parecía que hubiese nadie en casa. Me disponía a bajar cuando una voz débil dijo:
-¿Quién es?
-Soy Alba, tu vecina – contesté.
-Pasa, la puerta está abierta- continuó la voz.
Pasé al interior y allí, sentado en una silla, estaba Luis tapado con una manta.
-Perdona que no me levante-, me dijo.
-Hola Luis ¿Cómo estás?- le contesté.
-¿Cuánto tiempo ha pasado desde que te fuiste?
-No me fui, tuve que ingresar en el hospital- le dije.
-Sí, ya lo sé, me lo contó Carlos cuando vino a despedirse de mí. Pero siéntate, mujer, las visitas son como un regalo para una persona como yo. Estoy unido a esta silla por un accidente de coche que tuve durante tu ingreso en el hospital.
-Vaya, Luis, lo siento mucho, nadie me había dicho nada.
-No pasa nada. Espero que ahora nos veamos más.
-Sí, eso espero - Le di dos besos y me fui.
Bajé las escaleras pensando en cómo la vida te paga a veces con un capricho del destino. Aquel hombre tendría que vivir en una silla, dependiendo siempre de alguien para todo lo más elemental. Mi estancia en el hospital había durado nueve meses y en ese tiempo la vida de Luis había dado un giro de ciento ochenta grados. Abrí la puerta del piso sin darme cuenta de que allí, delante de mí, Carlos me sonreía.
- ¡Hola!, ¿Cómo te encuentras?- me preguntó.
-¿Qué haces aquí?- le dije.
-Tengo una llave ¿No lo recuerdas?- me contestó.
-¿Cómo has sabido que estaba en casa?
-He llamado al hospital, me dijeron que te habían dado el alta- respondió.
-¿Qué quieres?- le dije.
-Nada. Saber si estás bien.
-No, no lo estoy. Pero eso ya lo sabes tú ¿no?
-Sí, pero necesito que me firmes estos papeles.
- ¿De qué son?
-Son los documentos del divorcio.
-Creo que ya hace mucho que nosotros estamos separados, justo hace nueve meses ¿No es así? Lo recuerdo porque fue casi la misma fecha de mi ingreso.
-Por favor Alba, no seas rencorosa y firma.
-Ahora se llama rencor. Estás agotando mi paciencia
Paciencia. Sabia palabra. Yo, desgraciadamente, tengo grandes dosis disponibles.
-Eres patética, Alba, como siempre.
-No te servirán de nada tus palabras, en otro momento quizás me hubiesen hecho daño, ahora si embargo me son indiferentes.
-Bueno, me marcho, ya se pondrá mi abogado en contacto con el tuyo.
-Deja las llaves sobre la mesa.
-Adiós Alba, te mereces todo lo que te está pasando.
-Quizás algún día lo compruebes por ti mismo.
Cuando me quedé sola físicamente, deseé con todas mis fuerzas gritar, pero de mi garganta sólo salió un fallido intento.
Llamé a un restaurante chino para encargar la cena. El encargado me dijo que había un menú especial para dos personas. Acepté sin mucho entusiasmo. A la media hora mi menú estaba sobre la mesa. Una idea pasó por mi mente: ¿Por qué no lo compartía con Luis? Por segunda vez en aquella tarde llamé a la puerta de mi vecino.
-Pase, está abierto- dijo Luis.
- ¿Luis, quieres cenar conmigo?
- Sería un verdadero placer- contestó.
- Es comida china- le dije esperando su aprobación.
-Pero con la condición que no me obligues a utilizar palillos- me dijo sonriendo.
- Vale, otro día lo intentaremos.
Así, sin más, dos solitarios se encontraron para compartir una cena china. La vida a veces te brinda la oportunidad de conocer a tu prójimo.
Esa noche la luna plateada brilló con una fuerza cegadora. Colorín colorado, este cuento ha terminado, y aunque una enfermedad te puede condicionar jamás te debe impedir seguir viviendo. Y aunque la vida ya no me parecía de color de rosa, sí que a veces podría disfrutar del rosáceo de un atardecer.