LAS MARIPOSAS NO MUEREN
La mañana era clara y con un resplandor nuevo, mientras, Ruth cruzaba la puerta que la llevaría a la felicidad. La iglesia estaba adornada con cascadas de flores silvestres como había encargado a su amiga, la florista de aquel pequeño pueblo…Los bancos de la iglesia estaban adornados con cintas blancas formando olas de solidaridad. Mi padre me llevaba cogida del brazo, mientras, me miraba con un rictus serio que jamás olvidaré por mucho que viva…mi madre en cambio reía con una sonrisa tan clara que borró toda duda que ensombreciera aquel trágico día. La ceremonia fue breve pero llena de pequeños matices, difíciles de asumir en tan poco tiempo. Al fin podía besar al novio que ya era mi marido, aquel primer beso ya de casada me supo amargo, era el segundo indicio de que algo no iba bien. La recepción fue en la posada, ésta se mantenía abierta gracias a todo tipo de celebraciones, los dueños eran muy amigos de mi padre, con lo cual era como mi segunda casa. La celebración empezó con entrantes de la tierra, seguido con carnes de caza y un paté de elaboración casera que deleitó mi paladar. Todo lo anterior, regado por tintos de una reserva excelente, hicieron que la fiesta durara más de lo previsto. El vals lo bailé con mi padre, éste me comentó al oído:
-Querida hija no te fíes de lo que veas, estate siempre en guardia.
-Pero papá ¿por qué me dices esto en el día de mi boda?- le contesté con preocupación.
-Prométemelo- dijo con voz preocupada.
-Te lo prometo papá.
El siguiente vals lo bailé con Miguel, mi flamante marido. Después bailamos hasta la madrugada.
Habíamos reservado una habitación en la posada y cuando todo terminó nos despedimos para retirarnos a nuestros aposentos. La habitación estaba adornada con pétalos de rosa, también sobre el que iba a ser el lecho de mi primera noche a solas con Miguel. Estaba inquieta. Él se metió en el baño y después yo. Me desprendí de mi traje, un camisón regalo de mi mejor amiga lo sustituyó. Cuando aparecí en la habitación mi marido me dijo:
-¡Quítate ese camisón, pareces una puta!
-Es un regalo de Julia, mi amiga- le contesté perpleja.
-¡Ella como tú sois unas putas!, sino no llevarías ropa tan seductora y frívola.
-Lo siento Miguel, me entristece que no te guste y tus palabras me sorprenden, pero no me lo quito porque a mí sí que me gusta.
-¡Quítatelo!- dijo con voz alterada.
Sus palabras fueron como cuchillos sangrantes, lo cual me asustó. Me lo quité sin mucho entusiasmo, intentando olvidar sus duras palabras, pero las palabras de mi padre volvieron a resonar en mis oídos. ¿Qué sabría mi padre?, ¿sería aquello un preludio de algo espantoso? Me metí en la cama con un frío sepulcral, no conseguí quitármelo ni con sus besos ni sus caricias tan vacías como yo en aquellos momentos (siempre había imaginado que la noche de bodas era parecida a estar en el paraíso, pero aquello era el infierno). Él se quedó dormido pero a mí me sorprendió el amanecer de un nuevo día, despierta y soñando que fuera una pesadilla. Pero mi pesadilla estaba a mi lado y más aún era mi marido. Me levanté para ir a vestirme, pero al mirar la ropa pensé en las palabras de Miguel (PUTA, PUTA), jamás me había dedicado a contemplar la ropa imaginando qué pensarían los demás de mí. Elegí un vestido que nunca me había gustado por ser mediocre y triste y me lo puse, pensé que podía ser mi aliado (después del viaje de bodas pensaré que voy a hacer). Sin saberlo me había metido en la boca del lobo.
El viaje en avión, como todo lo demás, fue entre dos extraños. Ya en su casita a las afueras de París me sentí aliviada por la presencia de su madre, la cual no había venido a la boda por problemas de salud. El padre apareció en la puerta ensombreciendo la falsa calma, al besarme un fuerte hedor a alcohol proveniente de su boca hicieron que deseara irme corriendo hasta el baño para lavarme la mejilla.
-Vamos a comer mamá- le dijo a su mujer.
Dirigiéndose a mí me dijo:
-Tú puedes ayudarla, mi hijo y yo vamos a tomar una cerveza.
¿Qué era todo aquello, cómo había retrocedido en el tiempo? En medio de todo aquello me sentía perdida en un país del que no sabía nada, un país con el que nunca había tenido ningún tipo de contacto. Y no era por la ciudad, que según todos los indicios era maravillosa, sino por aquella gente que vivía allí como si lo hiciera en otra ciudad. Su madre era sumisa y no sólo eso, sino que se conformaba con ello, lo cual no dejaba de sorprenderme aun más. Detrás de ella entré yo atónita.
-¿Por qué dejas que te trate así?
Ella sonriendo me contestó:
-¿Cómo?
-Como lo hace tu marido, no eres su criada.
-Mira, las cosas han sido así desde siempre, y en cuanto a mi hijo…
De repente calló
-¿Que pasó con Miguel?- le pregunté.
-Nada, nada- contestó.
La comida era exquisita, pues resultó ser una magnifica cocinera, pero la frialdad con que se trataba aquella familia era superior a mí. Cuando terminamos de comer ayudé a mi suegra a limpiar los platos y la cocina y lo vi claro (aquello era mi futuro, un futuro sin esperanza). La noche llegó como todo lo demás, sin aliciente para nadie y menos para mí, que desde la noche anterior veía mermada todas las ilusiones puestas en Miguel.
Ya en la cama, para mi sorpresa, se quedó dormido enseguida, lo cual agradecí infinitamente, pues lo que menos deseaba eran sus caricias desprovistas de sentimientos. Debí de quedarme dormida cuando de repente unos fuertes sonidos me despertaron, lo que vi fue terrible: de pie sobre la cama Miguel gritaba como un poseso, ante la impasividad de los habitantes de aquella casa. Intenté levantarme pero él se abalanzó sobre mí amarrándome en la cama, un pañuelo metido en mi boca amortiguó mis gritos, dejándome a merced de aquel ser vil. Noté un frío espantoso que subía por mi entrepierna, entonces lo vi, era un cuchillo que yo misma había limpiado aquel mediodía, que me horrorizaba y amenazaba con su afilada hoja desafiante. Lo paseó por todo mi cuerpo entre alaridos de Miguel, que decía constantemente -¿te gusta, te gusta?- Sus ojos tenían un brillo maléfico (después lo sabría, era locura). De repente se paró en mi garganta y noté como hería mi cuello, brotando la sangre y tiñendo mi cuerpo de rojo. El dolor debió de hacerme perder el conocimiento. Cuando desperté su madre me estaba curando como si nada hubiese pasado. Yo pedí un espejo para ver mis heridas, (aunque las físicas se curan, las del alma iban a acompañarme toda mi vida), pero su madre me dijo:
-Mañana todo será diferente, hoy es mejor que te duermas.
Me dio una especie de pócima que sabía a rayos. A su lado Ramón, mi suegro, le decía a Miguel:
-¡Te lo dije, todas son iguales, la mejor colgada!
Cada vez estaba más aterrada, y lo que es peor, no le veía salida alguna. Cuando intenté contestar comprobé que el dolor que había sentido volvía con más fuerza hasta llegar a mi corazón, algo en mi garganta no funcionaba, porque la voz había desaparecido y con ella cualquier esperanza de pedir ayuda.
“Me gustas cuando callas porque estás como ausente”, el poema de Neruda se repetía en mi interior una y otra vez. En ese momento Miguel me cogió del brazo hasta conducirme a otra habitación, donde una enorme cama era todo el mobiliario de aquella desoladora estancia.
-Aquí te quedarás hasta que yo lo crea conveniente- y sin más desapareció.
Debió de ser al día siguiente cuando la puerta se abrió, dejando una especie de sopa en el suelo como si fuera un perro (aunque yo jamás había tratado a mis perros así). Los días pasaban lentos y sin más compañía que la de dos comidas nauseabundas, una por la mañana y otra por la noche. Pronto dejé de contabilizar el tiempo en aquella habitación, herméticamente cerrada, que no dejaba ver el sol ni la luna, con lo cual no sabía el tiempo que había pasado. Un día Miguel entró sigiloso, se deslizó en la cama. Ante lo que me esperaba cerré los ojos, no necesitó atarme esta vez para practicar conmigo toda especie de vejaciones, que aún hoy en día no puedo decir en voz alta…
Sin saber como, un día la puerta se quedó abierta. Ante mi estupor me arrastré por las escaleras como si fuera una serpiente, ya que mis fuerzas no me acompañaban, hasta llegar a la cocina. Encima de la mesa una escopeta de caza captó mi atención. Dirigiéndome hasta ella comprobé que estaba cargada y esperé sentada en el suelo hasta que aparecieran mis agresores por la puerta. Al verme no se asustaron en absoluto sino que riendo me señalaban diciendo:
-¡No te atreverás, eres una cobarde!
Las palabras, seguidas de todo tipo de insultos, continuaron unos breves momentos, hasta que una voz en mi interior me repetía -“no te fíes de nadie”- ¿era mi padre que venía en mi ayuda? Mi dedo apretó el gatillo, Miguel cayó desplomado en el suelo ante los gritos de su padre, que no tardó en caer ante mi segundo disparo. María, mi suegra, huyó corriendo, lo cual aproveché para huir despavorida de aquel lugar. Pero cuando pasé por el lado de mi suegro, éste me agarró y me tiró al suelo. Sus dedos apretaron mi lastimada garganta, ahogándome sentí la muerte muy cercana. De repente, la puerta se abrió y un disparo atravesó su corazón. Una voz sonó en la estancia:
-¡No te preocupes!, ya ha pasado todo. Soy policía. Tu padre, al no tener noticias tuyas, llamó a la comisaría, dando los datos de tu marido. Hicimos un seguimiento y pronto comprobamos que algo pasaba, al no verte nunca acompañarlos. Ahora tus padres ya estarán llegando a París.
Ya en el hospital, tras un análisis exhaustivo, comprobaron que aunque me quedaría una bonita cicatriz, mi voz estaba intacta y recuperaría el habla después del shock.
Mis padres, al verme en la cama desvalida, lloraron ante la impotencia de lo que había sucedido. Se lo imaginarían, porque yo no llegué nunca a decirles lo que me había ocurrido realmente.
Hoy lo recuerdo todavía con terror. Aunque el tiempo ha borrado algunas secuelas, otras perduran en mi memoria.