Como habréis podido comprobar, el pueblo está vacío. Todos están en la playa o preparando la feria así que no hay demasiadas opciones para las entrevistas. Espero que después de la resaca de las fiestas tengáis puntualmente la próxima entrevista, si el tiempo lo permite. Para el “Prisma” de este mes os dejo con un cuento que según mi marido tiene muy mala idea, cosa que según él, lo hace idóneo para la sección. Bromas aparte, he de deciros que discrepo de su opinión. El cuento me parece muy dulce y para mí no hay otra connotación más importante que esa.
LAURA
Laura contemplaba sentada en un hospital como su marido se iba apagando poco a poco. Los médicos no le daban ninguna esperanza de vida y mientras tanto las horas pasaban largas. Ella mirándolo ahora pensaba en su vida en común, no sabía por qué se había casado con él, cosas que pasan, lo eligió por sus manos, eran suaves y cuando la acariciaban parecían mariposas volando sobre su piel. Su ternura, la misma que desapareció sin saber a dónde había ido... Laura se preguntaba por qué aguantó tanto tiempo a su lado, sin sentir nada, quizá la rutina era lo que hizo que ella se dejase arrastrar.
Bueno, pensó, aquello no iba a durar mucho. Se levantó y se dispuso a salir. Iría de compras. Un vestido negro. Salió a la calle, estaban vacías, parecía un fantasma. Caminó hasta encontrar una tienda abierta, entró y miró todos los vestidos negros. Quería algo especial, que marcara una silueta que los años habían sabido tratar. La dependienta le sacó uno muy ajustado, casi parecía su segunda piel. Se miró en el espejo, era perfecto, con unos tacones más altos parecería eso que ya hacía tiempo que había perdido: Una mujer. Se quitó el vestido, se acercó al mostrador y lo pagó. Estaba contenta y no sabía bien por qué. No quería volver al hospital, allí se sentía tan vacía... Se detuvo en un bar y comió algo. Después pensó que tenía que volver al lado de su marido.
Entró sin prisas, la habitación seguía igual, como si el tiempo se hubiera detenido. Colgó el vestido en el armario. Era precioso. Se acercó junto a la cama de su marido. No sabía qué hacer cuando, de repente, como si se tratara de un espejismo, su marido abrió los ojos, la miró como la miraba al principio de su relación, con esa mirada tierna tan peculiar, ella acercó su mano y cogió la de su marido suavemente, acercó su cara a la suya, parecía como si tuviera algo que decirle. “Dime” le dijo ella y él susurrando le dijo: “Laura, me queda poco de vida. Me estoy muriendo. Hazme un ultimo regalo.” Ella le contestó: “Naturalmente. Pídeme lo que quieras.” “Vida, quiero vida.” contestó él. Laura, sin pensárselo, le dijo: “Si pudiera te daba la mía.” Al poco tiempo la mujer perdió el conocimiento, los médicos no sabían qué es lo que había pasado, pero Laura no reaccionaba. La ingresaron al lado de su marido. Cuando la mujer volvió en sí, sintió la habitación fría, más fría que nunca. Ella estaba acostada en la cama y su marido sentado a su lado. Estaba atónita, desconcertada, sin fuerzas. Él parecía más vivo que nunca. ¿Qué había pasado? ¿Por qué aquel cambio?
Al anochecer, Laura cogió la mano de su marido y le pidió un regalo. “¿Qué quieres?”, dijo el marido, y ella respondió: “Vida, quiero vida.” A lo que él le contestó: “No puedo mi amor, tú sabes que la vida es cuanto tengo y es prestada.”
Las semanas pasaron y, sin saber por qué, Laura dejó esta vida, del mismo modo que últimamente la había vivido, sin pasión. Su marido recogió sus cosas del armario y vio un vestido negro. ¿De quién sería? Lo acercó a su mujer y comprobó que era de su talla. La vistió. Al contemplarla parecía dormida y el vestido le quedaba como un guante, estaba preciosa. Entonces él pensó que nunca se lo había visto puesto y se preguntó por qué su mujer lo tenía en el hospital. En ese momento decidió ponérselo para el funeral.
El día del funeral una amiga le preguntó de qué había muerto Laura. Él le respondió: “Creo que por hacerme un regalo.”