porque no se ven a sí mismos!»
Lazarillo de Tormes
Aún recuerdo el día en que la vi por primera vez. Estaba ansiosa porque mi madre me había hablado de su llegada inminente. Mi padre había salido temprano a buscarla y ya estaba a punto de llegar. Desde la terraza lo vi cargando, junto con otro señor, una enorme caja. Sus rostros de esfuerzo, las difíciles maniobras… Bajé corriendo las escaleras y acompañé a los portadores hasta la puerta del piso. Cuando la desembalaron, pude comprobar con satisfacción que no tenía nada que envidiarle a la de aquella generosa vecina que me había invitado cada tarde a subir a su casa para ver “La casa del reloj”. Era un aparato enorme, majestuoso, con carcasa de madera y pantalla gris. Tenía cinco botones alargados, de forma cuadrada, que sobresalían unos tres o cuatro centímetros; cinco botones, cuyo sencillo objetivo no eximía de una maniobra laboriosa que consistía en coger un concienzudo impulso con el brazo, cerrar el puño, levantar el pulgar y, así, ejecutar el cambio de canal, labor ésta que siempre sería llevada a cabo a través de los dos primeros, dejando en el banquillo, de este modo, eternamente brillantes, a los tres últimos. A partir de este día, son muchos los gratos recuerdos que conservo en torno a la televisión.
En las cortas tardes del invierno, recién llegados del colegio, los niños merendábamos con “Un globo, dos globos, tres globos…” y con los payasos de la tele, aprendíamos a contar con el divertido Drácula de “Barrio Sésamo” o conocíamos disparatadas versiones de los cuentos clásicos a través de Gustavo, el reportero más dicharachero. Llegada la noche, se podía marear el huevo pasado por agua o soplar más a menudo los fideos para arañar unos minutitos de “Curro Jiménez” y vivir un poco las aventuras del héroe andaluz. Pero era en las noches de verano cuando, contagiados los adultos por la libertad y la frescura de esta estación anárquica, descubríamos a los muertos vivientes, que despertaban gracias a una máquina para fumigar hormigas, o las vainas de las que salía gente idéntica a la ya existente. Terminabas pensando que, de un momento a otro, podía aparecer alguien igualito que tú dispuesto a eliminarte y a hacer continuamente el mal, con tu aspecto, además. En esta línea, las “Historias para no dormir” y “Mis terrores favoritos” de Narciso Ibáñez Serrador no tenían desperdicio.
Los viernes, la sinfonía del “Un, dos, tres…” desalojaba las calles de niños que jugábamos al bote, al elástico, a la comba, al teje, a verdad o te atreves, a adivinar anuncios publicitarios representados con mímica… Todos, como si de una melodía mágica se tratara, salíamos corriendo para ver, sobre todo, la subasta. En mi generación no hay nadie que no sepa que Torrevieja está en Alicante. Series como “Marco”, “Heidi” y “La casa de la pradera” son, a mi parecer, responsables de la inexplicable tristeza que nos entra los domingos por la tarde; “Pipi Calzaslargas”, maravillosa e irrepetible.
Crecimos con “Sandokan”, “Orzowei” (un chico pintado de blanco que se pasaba todo el día corriendo) “Los ángeles de Charlie” y “Starsky y Hutch”. En los años 80, se empezó a abrir un nuevo mundo ante nosotros y comenzamos a aprender lo que eran los cuernos, las traiciones, las viejas arpías y los sinvergüenzas, con series como “Dallas”, “Dinastía” y “Falcon Crest”. Aprendimos también, aunque sospecho que nos engañaron, que hay mujeres que se despiertan por la mañana monísimas, maquilladas y peinadas, y que un flequillo bien enlacado nunca se cae. En esta época la música ocupaba un lugar importante en el medio televisivo, como demostraban programas del tipo de “Aplauso” o “Tocata” y series como “Fama”.
Espléndidas las adaptaciones de clásicos de la literatura como “Fortunata y Jacinta”, “Cañas y barro”, “La barraca”; inigualable el programa de teatro “Estudio 1”; inquietante “La huella del crimen” y eternamente divertido “Verano azul”. “El precio justo”, insulso; “El tiempo es oro”, fascinante. Lo que más me gustó de “¿Quién sabe dónde?” fue una parodia (de no me acuerdo quién) que se titulaba “¿Quién sabe cuándo?”, que consistía en llamar al programa para deshacerse de algún familiar pesado. De “Lo que necesitas es amor” no hablo.
Podría seguir así, pues es toda una vida desde ese día en que llegó a mi casa para quedarse para siempre. Como ven, programas y series que gustan más o menos, pero que ahí están, adheridos a mi memoria sentimental. Por ello me parece injusto lo que le está pasando. Siempre digo: nací en los 70, por lo que me gusta la tele, pero… ¿qué tele? Tengo un recuerdo infantil y debe de ser muy temprano. Estoy viendo una película (por supuesto, no tengo ni idea de cuál es). A casa de una familia llega por primera vez un televisor. El padre, que considera que es un instrumento terriblemente peligroso, elabora una tapadera para la pantalla en la que hay un agujero para mirar. Convence a la familia para que cada uno mire un ratito por el agujero. Al principio lo hacen así, pero terminan cansándose y quieren ver la tele todos juntos, como cualquier familia normal, quitando la tapadera. Finalmente, el padre accede y todos se sientan en el salón para ver una película de indios y vaqueros. En la última imagen los miembros de la familia aparecen ensangrentados, muertos, atravesados por flechas que han salido del televisor. Me impresionó su visión en mi infancia y me sigue impresionando la interpretación que puedo hacer ahora en mi adultez.
Se han escrito opiniones muy ingeniosas sobre la televisión, como la de Groucho “Encuentro la televisión muy educativa. Cada vez que alguien la enciende, me retiro a otra habitación y leo un libro” o la de Bette Davis “La televisión es maravillosa. No sólo nos produce dolor de cabeza sino que además en su publicidad encontramos las pastillas que nos aliviarán.” En ninguna de las dos sale muy bien parada. Para esta ocasión, en la que he querido plasmar aquello que de positivo este medio de comunicación y entretenimiento ha aportado a mi vida, sin desmarcarme de las citas anteriores que, sin duda son magníficas para ejemplificar las últimas tendencias televisivas, me inclino más por las opiniones de Federico Fellini y Jaime de Armiñán, quienes manifiestan respectivamente: “La televisión es el espejo en donde se refleja la derrota de todo nuestro sistema cultural “ y “Modestamente, la televisión no es culpable de nada, es un espejo en el que nos miramos todos, y al mirarnos nos reflejamos.” Pues sigamos mirando, y esperemos que, por nuestro bien, cambiemos pronto… Por supuesto, para mejor.