“Espero que el 2011 nos traiga a todos la ilusión de hacer algo olvidado durante mucho tiempo en un cajón escondido. Es hora de hacer alguna locura y dar rienda suelta a nuestras fantasías”
El Pacto
Aquella mañana el cielo tenía una especie de bruma que lo envolvía todo, parecía como si el sol no quisiera salir. A mí me pasaba algo similar, no tenía ganas de despertar aquella mañana. De pronto, sonó el teléfono, descolgué.
-Diga.
El silencio fue la respuesta. Cuando me dispuse a colgar, oí tú voz. No me lo podía creer. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Qué había sido de ti durante este tiempo?
-Hola Esther, ¿cómo estás?
-Hola María, estoy bien, ¿y tú?
Por un momento solo escuche tú respiración.
-¡Tenemos que hablar!
-¿Pasa algo?
-Mañana si quieres te lo cuento.
Fuiste muy escueta en tu respuesta, lo cual dejó en mí una sombra de preocupación. Pensé “mañana saldré de dudas”.
Quedamos para comer al día siguiente en un pequeño restaurante en el centro. Sin más, nos despedimos.
Ignacio volvió a casa para la cena y lo puse al corriente de los hechos acontecidos aquella mañana.
-¿Cuánto tiempo lleváis sin veros?- preguntó.
-Mucho- contesté. “Demasiado”, pensé.
A la mañana siguiente tomé mi dosis de cafeína (sin ella estoy perdida). Enseguida arreglé todo para nuestro encuentro. Saqué del armario unos jeans, camiseta, chaqueta, complementos y unas botas que encontré en el fondo del armario. Entré en el baño, preparé la bañera con sales y aceites perfumados, lo necesitaba. Luego maquillé mi rostro y finalmente me vestí. Me miré y el espejo me devolvió una imagen como hacía tiempo que no veía. Me agradó lo que vi.
Cogí un taxi, me dirigí a nuestro encuentro. Entré en el restaurante, todo estaba igual, parecía que el tiempo hubiese parado para darnos otra oportunidad. El camarero me acompañó hasta una pequeña mesa al fondo del restaurante, al lado de una ventana, donde se visualizaba un jardín repleto de flores, recordé que era mayo. Embelesada ante tanta beldad no te oí acercarte. De pronto tu voz me devolvió a la realidad. Ibas vestida con un traje negro, camisa blanca y un pequeño sombrero a juego que enmarcaba tu rostro haciéndolo aún más bello. Te noté extremadamente delgada, me levanté y nos dimos dos besos. Al rozar tu piel, un escalofrío recorrió todo mi ser. Intenté reaccionar a tiempo, para no despertar en ti ninguna contrariedad.
El camarero se acercó. Nos pedimos un par de copas de vino tinto. Mientras observábamos la carta, charlamos atropelladamente. Nos sirvieron un aperitivo, nos calmamos y entablamos una conversación algo más racional. Pedimos la comida: ensalada templada de jamón, de primero. Perdices escabechadas con trufa, de segundo. Mousse de frutas del bosque de postre. Todo ello acompañado por un rioja del 2001. Al preguntarte como te trataba la vida, la respuesta cayó sobre mí como un jarro de agua fría.
-No muy bien, tengo cáncer, me lo detectaron en una mamografía de control rutinario, me lo extirparon. Durante un tiempo he tenido un tratamiento de quimioterapia, después del cual las pruebas siguientes no detectaron anomalía alguna. Al año siguiente la enfermedad volvió con más fuerza, aquí me encuentro para empezar de nuevo con la quimioterapia.
Las palabras salían de tu boca con resignación, aceptación, pero sobre todo con un coraje digno solo de algunos elegidos. No pude más y sin pensarlo grité:
-¿Donde está la justicia divina?
En aquel momento, perdí toda esperanza, aunque tú pasaste a ser mi credo, acercaste tu mano a la mía y la apretaste.
-Vamos a comer con tranquilidad, concédeme el placer de vivir con dignidad ante esta enfermedad que no tiene solución.
Sequé mi llanto, me levanté dirigiéndome al aseo, retoqué mi rostro intentando asimilar todo lo que me habías dicho, aunque fue difícil. Salí del baño predispuesta a comer contigo dejando de lado tanta y tanta contrariedad. Me senté saboreando y paladeando cada uno de aquellos manjares. Se estableció como un círculo, haciendo de aquella comida un recuerdo que iba a perdurar el resto de nuestras vidas. En la sobremesa me preguntaste:
-¿Te acuerdas de nuestra promesa?
-Sí.
-Pues creo que es hora de que se cumpla.
-Pero María tengo…
Tapaste mi boca con tu mano y dijiste:
-Podríamos casarnos.
-¡Qué!
-Lo he pensado, es la única manera de que cumplas nuestro juramento de juventud. Como sabes, tengo algunos bienes, quiero que los poseas tú, has sido mi amiga y, aunque nos hemos alejado en estos últimos años, siempre has ocupado un lugar privilegiado en mi corazón. Lo nuestro solo pasa una vez en la vida, ¿no crees?
“Juntas hasta la muerte”, esa había sido nuestra promesa de adolescentes.
-¿Pero casarnos?
Mi amiga se había vuelto loca, ¿qué diría la gente de todo aquello?
-No me contestes ahora, piénsatelo.
Pedí una copa. Hacía tiempo que no tomaba un gin-tonic, pero lo necesitaba más que nunca. Lo bebí casi de un trago. Tú continuabas hablando, pero yo no podía asimilar lo que me decías. Así, sin más, las lágrimas aparecieron resbalando por mi rostro. Estaba hecha un manojo de nervios. Me consolaste. Al rato me repuse (el mundo no giraba solo a mí alrededor), te abracé al mismo tiempo que te decía:
-¡Sí, voy a casarme contigo!
Esa noche se lo expliqué a Ignacio, quien no entendió nada.
-Sí te vas con ella, lo nuestro ha terminado- me dijo.
Encogiéndome de hombros entré en la habitación, ahora tan fría y casi desconocida para mí.
Ya en tu casa, hicimos planes para organizarnos. La enfermedad nos daba pocas posibilidades, pero las aprovechábamos para intentar vivir dignamente. Un día decidimos alquilar una casa en la playa, concretamente en Punta Umbría. Estaba al lado del mar y desde la ventana veíamos como salía el sol. Era un marco incomparable. Teníamos un pequeño jardín. Pusimos una mesa en la cual comíamos, leíamos y charlábamos hasta altas horas de la madrugada. Éramos felices. Recuperamos nuestra amistad solidificándola aún más. Vivíamos el día a día, pues cada uno lo disfrutábamos como si fuera el último. Allí me enteré de que yo estaba embarazada. La noticia, aunque un poco a deshoras, nos alegró de igual manera. Decidimos ponerle el nombre de Julia. Siempre nos había gustado a las dos. Aquella noche sonaba de fondo una canción de Leonard Cohen acompasada por las olas del mar, que esa noche parecían estar algo agitadas. El tiempo parecía estar a nuestro favor y tu enfermedad estacionada, así la vida parecía normal.
El día que Julia se movió dentro de mí por primera vez, tú acercaste la mano y ese gesto pareció tranquilizarla (ya me habían confirmado que sería una niña, aunque yo lo había intuido desde el principio). Como cada tarde, tomamos nuestro té en el jardín, viendo cómo la puesta de sol dejaba una tonalidad de colores violetas y naranjas en el cielo, como si se tratara de un lienzo de Monet. Nos quedamos medio adormiladas. La humedad de la noche nos despertó. Por la mañana fui a comprar la comida. Tú te encontrabas indispuesta, parecías agotada. Cuando regresé, estabas en la cama con un fuerte dolor, así que decidimos regresar a nuestra casa, de este modo estaríamos cerca del hospital.
Cosas del destino. Conforme avanzaba mi embarazo, también lo hacía tu enfermedad. Ingresaste en el hospital, preparamos tu habitación, la decoramos dándole un ambiente cálido. Mi cama estaba junto a la tuya. De alguna manera tenía fuerzas para ir sobreviviendo ante tanta contrariedad, apoyándome en la vida que llevaba dentro. Ibas desapareciendo dentro de un ser que a duras penas reconocía, aunque seguías siendo tú. Se acercaba el día del parto, esa noche entraste en coma, también decidió nacer Julia. Los médicos dijeron que se acercaba el fin y te dieron un opiáceo para aliviar tu sufrimiento. Esa noche dormí cogida a tu mano, fría y frágil como tu destino. Julia era preciosa. Estaba dándole de mamar cuando abriste los ojos. Me levanté y me acerqué para oírte, pero tus labios no pronunciaron ni una sílaba. Tu mirada se detuvo en la niña contemplándola. Un brillo angelical se reflejaba en tus ojos, resbalando por tu rostro dos lágrimas de felicidad. Ese día nos dejaste huérfanas.
Tus cenizas las deposité en el mar, frente a la casa en la que habíamos sido tan felices. Un poema Emily Dickinson las acompañaba:
Morir no duele mucho:
nos duele más la vida.
Pero el morir es cosa diferente,
tras la puerta escondida.
La costumbre del sur, cuando los pájaros,
antes que el hielo venga,
van a un clima mejor. Nosotros somos
pájaros que se quedan.
Los temblorosos, junto al umbral campesino,
que la migaja buscan,
brindada avaramente, hasta que ya la nieve
piadosa hacia el hogar nos empuja las plumas.
Decidí vivir en el campo y así empezamos la vida sin ti. Nos habías dado tanto, que el tiempo de vida que nos quedase lo llenaríamos con el amor que nos diste. Ese día escribí: “Te echo de menos cada minuto que pasa, eres como el viento, no puedo verlo pero sí sentirlo”. Una mariposa revoloteó alrededor de la mesa, sus alas eran de colores luminosos, pensé “allá donde estés también nos echarías de menos”. Me acerqué a la cuna y cogiendo a Julia entre mis brazos bailé mi primer vals con ella.