NADIA (Segunda Entrega)
Aquella noche no pude abrazar a Morfeo por más que lo intenté. No podía quitarme de la cabeza el suceso de la noche anterior. ¿Quién sería aquel muchacho? ¿Por qué hablaba como si su vida se acabara? ¿Sería pariente de Alfonso? Tanta intriga me dejó obnubilada. ¿Quién era la joven que moría por su amor? Decidí que esa noche intentaría husmear un poco para calmar mi curiosidad por aquel apasionado romance. El corazón me bombeaba deprisa al pensar que podía ser la dueña de aquel secreto. ¿Por qué a mí jamás nadie me había enamorado así de desesperadamente? Mi vida había pasado sin pasión, solo sentía adicción por mi trabajo. El amanecer con el canto de los pájaros distrajo mis pensamientos hasta la llegada de Alfonso. Lo oí llegar y pararse en mi puerta. La abrió con sigilo al mismo tiempo que decía:
-Buenos días señorita Nadia. Hoy la señora desearía que la acompañara en el desayuno.
-Con muchísimo gusto- le contesté.
-En media hora en el comedor pequeño- me dijo.
Se marchó canturreando alguna canción que me era desconocida. Me di una ducha rápida para no hacer esperar a Elisabeth. Cuando entré en el dormitorio, un conjunto de lino blanco de mi talla estaba sobre la cama con una nota que decía “es solo una sugerencia”. Me vestí con aquella ropa que me sentaba como un guante. Al mirarme en el espejo me sentí sumamente atractiva. La melena suelta me daba un aire desenfadado con un toque bohemio de otro tiempo. Corrí por las escaleras como una chiquilla cuando de pronto tropecé con una jovencita que no me vio llegar; esta se sonrojó al verme.
-Perdóneme señorita, no era mi intención, estaba despistada- me dijo aquella joven.
-No te preocupes, la culpa ha sido mía, venía a toda prisa- le contesté.
Algo en ella me resultaba familiar. ¡Claro, era su voz! La misma de la noche anterior. Me di la vuelta, pero había desaparecido sin poder saber quién era aquella joven.
En el comedor estaba Elisabeth esperando con una sonrisa amplia.
-Buenos días Nadia, espero que hayas descansado esta noche- me dijo.
-Sí, la verdad es que he dormido bien-, le contesté.
Alfonso apareció con un suculento desayuno, a base de frutas y tostadas con mermelada de castaña. Esta vez la vajilla era de cristal de colores vivos, adornada con un dibujo central de corazones entrelazados. La miré embelesada.
-¿Te gusta la vajilla querida? La he comprado en tu honor- comentó como un susurro.
-Me encanta el diseño- le contesté.
-Me alegro. Esta casa necesita un pequeño cambio.
-No. Creo que su verdadero encanto reside precisamente en cómo está, todo atemporal- le contesté
-A mí me gusta el estilo clásico, aunque algún guiño con lo moderno no me disgusta.
Cuando íbamos hacia el despacho, Elisabeth me susurró:
-Hoy te voy a contar como conocí al duque Eduardo.
No quería demostrar mi curiosidad e hice un gesto de aprobación sin más. Ya en el despacho, empezó su relato
“Era un precioso día de primavera. Íbamos paseando mi hermana y yo cuando ,de repente, un carruaje paró a nuestra altura y un apuesto galán se apeó.
-Perdonen señoritas, ¿saben dónde está la casa del Marqués Augusto?- Supe, cuando nuestras miradas se cruzaron por vez primera , que aquel joven sería mi gran pasión. Bajé la mirada para que él no notara mi nerviosismo.
-¿Se encuentra bien señorita?- preguntó de manera interesada.
-Sí, estoy bien- le contesté sin levantar la cabeza.
-No quisiera ofenderla, pero podría no privarme de su hermosa mirada- su voz sonaba en mi cerebro como un coro celestial.
Mis ojos subieron hasta encontrarse con los suyos. No supe que decir y al fin le dije:
-Íbamos a dar un paseo, mi hermana y yo.
-¿Podría acompañarlas?- preguntó con algo de rotundidad.
Esa mañana fue la primera de un idilio que duro diez años en el más secreto de los anonimatos.
Nos veíamos a escondidas en una apartada posada propiedad de unos amigos, donde compartíamos el tiempo que le restábamos a nuestras respectivas familias. Eduardo estaba comprometido y a punto de casarse con una prima que le había impuesto la familia. Aún así, yo lo quería, y no me importaba ser su amante. Siempre he pensado que el amor no entiende de prioridades ni exclusividades. Prosiguió contándome… Nunca me he sentido mejor que en los brazos de él ni más amada que en esos momentos, cuando el sol declinaba y él se tenía que ir a otra casa donde lo esperaba su familia. En aquel beso último, le daba mi alma, que dicho sea de paso sólo entregué a él. Y ahora, querida Nadia, tengo que descansar antes de proseguir.
Cuando levanté la mirada para contestarle, vi cómo Elisabeth escondía unas lágrimas que se colaron desde su pasado sin haber sido invitadas. Me levanté con sumo sigilo para dejar a aquella dama con sus recuerdos, al pasar por su lado me susurro:
-Gracias.
Salí al jardín para respirar un poco de aire puro y ,ensimismada, no vi que un joven se dirigía a mí sonriendo hasta que su voz serena me dijo:
Buenos días señorita.
Al levantar la mirada un escalofrió recorrió todo mi cuerpo. Era el joven de la noche anterior.
- Buenos días, perdone mi falta de atención- le contesté bajando la mirada.
- No, por favor, no me prive de su mirada- me dijo.
- Perdóneme pues, creo que no nos han presentado. Soy Nadia, y estoy aquí para ayudar a la señora a escribir sus memorias- le contesté.
-Soy Eduardo, el hijo de Elisabeth- su sonrisa era clara y amplia.
Aquello me desconcertó tanto que lo miré desaprobando su comportamiento de la noche anterior. Debió de notar algo en mí, porque sus palabras fueron tajantes y seguras.
-No sabía que mi madre hubiese contratado sus servicios. Yo soy escritor como usted, pero al parecer menos importante para mi madre de lo que es usted. Y ahora, si me perdona, tengo que irme. Su rostro había cambiado, la seriedad predominaba sus facciones.
Se marchó deprisa dejándome hecha un mar de dudas. ¿Habría metido la pata? Seguí caminando para no pensar en aquel joven tan desvergonzado que ya estaba metido en mi cabeza como un huésped que había decidido quedarse en mi interior. Me senté en la marquesina, cansada de tantas emociones fuertes y descontroladas ¿Por qué seguía pensando en Eduardo? ¿Quién sería su mujer? Pero, sobre todo, lo que más me inquietaba era mi interés por él.
La comida transcurrió con la misma amabilidad que de costumbre. Aquello me tranquilizó al comprobar que su hijo no le había contado nuestro encuentro. Ya en el postre, Elisabeth me dijo:
- Esta tarde tengo que salir de compras. ¿Querrás acompañarme?- me dijo.
- Claro- le contesté.
- Así conocerás a mi hijo- continuó.
Intenté articular palabra para decir que no podía ir, pero no pude decir nada.
-A las cuatro te esperamos en el garaje para salir hacia el centro. Hasta entonces descansa, querida. Te noto cansada- su voz era la amabilidad personificada.
Creo que se dio cuenta de mi nerviosismo, pero lo disimuló quitándole importancia. A las cuatro bajé al garaje y allí, sonriente, Eduardo me abrió la puerta del coche como si no me conociese. Su madre sentada delante con el chofer me saludaba con una agradable mirada de bienvenida. Durante el transcurso del viaje madre e hijo charlaban como sin importarles mi presencia. Yo, naturalmente, no decía nada en absoluto, hasta que Elisabeth dijo:
-¿Querida te pasa algo? No has abierto la boca en todo el camino.
-No, no me pasa nada, solo que estoy un poco cansada- le contesté casi por obligación. Yo sólo quería dejar de pensar en todo lo que envolvía la historia de aquel hombre que me podía. Entramos en una tienda de ropa. Era como un palacete, todo decorado en blanco y plateado, con unos sillones clásicos alrededor de los vestidores donde ya Elisabeth salía luciendo un traje blanco con unos tonos dorados de gasa sobrepuesta. Verdaderamente aquella mujer era una princesa.
-¿Te gusta Nadia?- me preguntó.
-Está guapísima- le contesté.
-Madre, creo que deberías comprártelo. Estás preciosa- comentó Eduardo.
Como si fuera una adolescente se giró con gran agilidad sobre sí misma y dijo:
-Me lo quedo.
Y se metió otra vez en los vestidores para salir con otro conjunto, esta vez más informal, pero que le sentaba igual de bien que el resto que se probó. Realmente aquella anciana era una joven dentro de una cárcel que limitaba sus movimientos, pero sobre todo sus ganas de vivir (¿realmente sería eso la vejez?). No sabía en qué situación me encontraba aquella tarde, pues mi nerviosismo dejaba mucho que desear cuando Eduardo se dirigía a mí, bien con una mirada o simplemente para decirme alguna cosa. El zumbido de las alas de las mariposas que se movían en mi interior hacía que me sintiera como una colegiala ante su primer amor. Me levanté para escabullirme con cualquier excusa cuando Elisabeth me dijo:
-¿Querida, por qué no te pruebas este vestido?
No sabía que responder cuando dos palabras acudieron en mi ayuda:
-Perdóneme, pero no necesito nada- le contesté.
-No me quites las pocas ilusiones que me quedan- me dijo como entristecida.
Cogí el vestido y entré en el probador. Deslicé el vestido sobre mi cuerpo y un escalofrió recorrió todo mi ser. Aquel vestido era precioso. Me quedaba como hecho a la medida. Salí un poco avergonzada.
- Estás preciosa Nadia, deberías quedártelo para la fiesta del sábado- me dijo Elisabeth.
Asentí con la cabeza. Regresábamos a casa cuando el coche se paró ante un semáforo en rojo. Eduardo acercó su mano a la mía y la apretó con fuerza diciendo:
Tengo que irme, perdóname- me susurró en la oreja.
Bajó del coche precipitadamente, como si lo estuviera persiguiendo el mismísimo diablo. ¿Dónde iría? No sabía cómo pero aquel hombre había entrado en mi vida para ponerla patas arriba. Sólo ansiaba tenerlo cerca, besarlo, acariciarlo con mis manos hasta que mi corazón le expresara todo mi amor… No entendía el concepto de las formas establecidas por la sociedad, de los valores de la moral… En cambio, siguen practicando la doble moral como un deporte popular… El amor llega como un huracán, dejando que el cuerpo se agite con sus fuerzas y, ante ese poder de la naturaleza, nadie es capaz de resistirse… Preparé la bañera con agua caliente y me sumergí en ella. Sentía cómo acariciaba todo mi cuerpo mientras agitaba el agua para sentir toda su fuerza. Me trasladé a otros tiempos lejanos, cuando mi abuela me abrazaba tan fuerte que sentía su corazón latiendo con el mío y eso sí que me tranquilizaba… Cómo ansiaba aquellos abrazos ahora que me habían dejado huérfana de ellos. Era cuando más los necesitaba. Me vestí ceremoniosamente como lo hace una novia, cuidando cada detalle. Al fin me miré en el espejo. Era todavía atractiva o, por lo menos, me lo pareció en ese instante. Al pasar por la cama vi una rosa y una nota que decía:
El amor está en el aire
En las alas de los pájaros
En tu mirada
No venía firmada por nadie, pero yo deseaba que fueran sus palabras, pues no deseaba otra cosa en esta vida. Al salir de mi habitación, oí una especie de rumor que venía del piso de abajo. No lo escuchaba muy bien, pero al acercarme vi como Elisabeth hablaba con Alfonso de la fiesta del próximo sábado. Al acercarme a ellos, me saludaron y pasamos al comedor para cenar. Ya en el postre, Elisabeth me comentó que Eduardo tenía problemas en casa y por eso se había ido tan de prisa.
-Perdone mi atrevimiento. ¿Eduardo está casado?- le dije.
Sin darme cuenta las palabras salieron de mi boca sin mi consentimiento.
-De alguna manera está comprometido- contestó, sin darle mucha importancia.
Ahora sí que le pregunté:
-Pero… ¿eso qué quiere decir?
-Que Eduardo vive con una joven, un tanto peculiar, no siendo su relación de pareja, si es eso lo que querías saber.
Ante esta respuesta incliné la cabeza para que no viera como mi rostro ardía de vergüenza.
-Mañana vienen a comer los dos. Entonces verás de qué te hablo. Mientras tanto, vamos a tomar un café al jardín, pues a estas horas está precioso- comentó Elisabeth.
Amaneció con el canto de los pájaros, lo cual agradecí. Debía prepararme para continuar con mi trabajo.