CITA A CIEGAS
Soñolienta aún, bajo la suave textura de las sábanas de seda, contemplaba cómo la luz perlada de la luna iluminaba la alcoba, espectadora de primera fila de una perfecta noche de amor. Allí a mi lado reposaba tu cuerpo desnudo, atlético, bronceado y condenadamente atractivo. Acerqué mi mano con cautela para acariciar tu rostro, parándome en tus labios. Dibujé un corazón sobre ellos. Luego continué mi viaje por tus hombros. Eras igual que un arco iris después de un día de lluvia. Absorta en el placer que puede darle un cuerpo a otro, ensimismada, cogí un pañuelo rojo y te vendé los ojos. Tú no dijiste nada pero te entregaste igual que lo hace el día a la noche. Besé cada rincón de tu cuerpo con una lujuria desconocida para mí, hasta esa noche. Intentaste abrazarme, pero aparté suavemente tus brazos. Quería hacerte el amor sin condiciones, libre como un jinete sin montura, salvaje. Tú solo gemías de placer, con susurros cómplices. Las caricias renovadas alentaban nuestros más íntimos deseos. ¡Lo sabía! Todavía no estaba oxidada. ¡Dios existe! Aunque esta vez, le dio un empujón mi amiga del alma, Tere.
-Sí, sí, continúa. Quisiera morir en esta dicha que invade mi cuerpo, como un volcán en plena erupción.
Terminamos agotados los dos, uno al lado del otro. Los primeros rayos de sol entraron a través de los cristales multicolores situados en el techo, justo arriba de la cama.
Me despertó una canción de Barbra,”Ne me quitte pas”. Abrí los ojos deseando que la magia de una noche deliciosa continuara. Estabas sentado sobre la cama, mirándome, con unos ojos tan llenos de ternura que unas pequeñas gotitas como perlas salieron de mis ojos. Con el pañuelo rojo testigo de nuestro amor las secaste para luego besarme en la frente.
-Buenos días princesa- dijiste susurrando.
-Buenos días, Paco- contesté agradecida.
-¿Te apetece un café?
-Me encantaría- le contesté.
-Ahora mismo te lo traigo.
Al levantarme, miré a mi alrededor. La ropa continuaba esparcida por toda la habitación. Busqué algo con que cubrir mi cuerpo. Allí, encima de la butaca, había una camisa azul turquesa muy apropiada para la ocasión.
-Aquí tienes, Joanna, tu café. Té vendrá bien- me dijo dibujando una sonrisa en sus carnosos labios.
-Gracias por ser tan amable.
Bebí un poco. Me sentía nerviosa, inquieta, sin palabras. Después de todo sólo hacía unas horas que lo conocía.
-Te sienta bien esa camisa. A mí nunca me ha sentado tan bien.
Me quitaste la taza en el preciso momento en que sonaba Jacques Brel.
-¿Te gusta, mi amor?
-Es la mejor canción de amor de todos los tiempos. La primera, de Barbra, también me ha gustado mucho. Te levantaste. Tras una suave inclinación, dijiste:
- Señorita, ¿me permite este baile?
-Creo que bailaré con usted encantada.
Cerré los ojos dejándome llevar por aquella música celestial, cuando rozaste tus labios con los míos. Los besé con auténtica devoción. Dejé que mi cuerpo se meciera con el tuyo. Era como navegar en un mar tranquilo. No quería desahuciar aquel amor tan dulce y delicado. Mi cuerpo se recostó, dejándose abrazar por tus brazos atléticos. Tus suaves manos eran expertas, como el aleteo de una paloma. Las reconocía como si antes las hubiese sentido. Recorrían mi cuerpo de extremo a extremo, parándose en cada rincón, tatuando cada caricia, transportándome a un éxtasis perfecto. Así dejé que tomaras las riendas esta vez, para sentirme tan tuya como no me había sentido de nadie. Aquel domingo no salimos de la cama para nada. Al anochecer nos despedimos como dos auténticos enamorados. Muchas promesas acudieron a nuestros labios.
-Llévate mi camisa Joanna, así estará siempre cerca de tu corazón.
Nos besamos en la puerta largamente. Mi mano acarició por última vez su cuello.
-Adiós Paco. Te llamaré.
-Eso espero Joanna, por tu bien y el mío.
Así sin más, me fui. Llegué exhausta a mi casa tras aquel maravilloso día en compañía de un extraño que había conocido el día anterior. Cita a ciegas... Aunque esta vez mi amiga Tere, con su agudo sexto sentido, había acertado. Me quité la ropa para darme una merecida ducha. El agua corría por mi cuerpo como cosquilleantes burbujitas de cava al pasar por una agradecida garganta. Me puse una bata de seda recuerdo de cuando estuve en Japón y descolgué el teléfono.
- ¿Sí? Dígame.
-Tere, soy Joanna.
-¡Cielos santos, Joanna! ¿Qué tal te fue anoche? Cuéntamelo todo, querida, y no omitas ningún detalle.
-¿Todo, todo?- le contesté.
-No seas tan cínica, aunque me gusta tu cinismo, para variar.
-Bueno, para empezar, la cena fue espléndida. Cava, paté, chocolate caliente… Una orgía culinaria digna de los más exquisitos paladares. Primero, canapés variados de paté, seguidos de una ensalada templada de jamón. Luego, faisán con frutas rojas del bosque y, de postre, una tarta de naranja regada con chocolate caliente. Champán francés para finalizar, pues Paco, sin menospreciar el cava, dijo: - Esto se merece algo francés. Creo, Tere, que iba con segundas.
- Joanna, estás muy perversa esta noche.
- Pero lo mejor de todo es que teníamos a un magnífico pianista para nosotros solos. La música fue como un preludio, aparte de una caricia para los sentidos.
- ¡Qué lujo Joanna!
-¡Y todo te lo debo a ti, Tere querida!
-¡Si lo llego a saber, me lo quedo para mí…! Es broma.
-Bailamos hasta que nos echaron del pequeño restaurante, para proseguir en una playa a la luz de las velas. ¿Sabías que era un gran bailarín?
-No, no lo sabía.
-Pues eso y el cava hicieron el resto.
-¿Qué significa eso?-Me dijo como enfadada.
-¿No querrás que te lo cuente todo?
-Un poco. Sabes que disfruto con los detalles.
- ¡Ah! ¿Ahora se llama detalles?
- Vamos, Joanna, no seas mala.
- Está bien. Te lo contaré.
Le conté mi noche con Paco. Bueno, casi todo. Tere, a pesar de ser muy moderna, se escandalizó un poco.
-¿Piensas llamarlo?-Me dijo.
-Creo que no- le contesté.
-Pero… ¡si fue tu mejor noche!
-Por eso querida. Quiero recordarla como mi mejor noche.
-No te entiendo.
-Yo tampoco. Ahora tengo que descansar. Mañana será un largo lunes, como todos.
-Te llamaré el jueves para comer.
-Vale, Tere. Un beso. ¡Ah! Y gracias de nuevo.
Colgué el teléfono. Me serví un gin tonic. Lo necesitaba. Me senté en la terraza y brindé. La vida, de vez en cuando, te puede sorprender. Brindo por eso. Aunque no sé si volveré a tener otra cita a ciegas. Pero… sí así fuera, que sea como esta.