EL PRISMA VIOLETA: TERESA ** Ana Calafat ** Cuento  

Publicado por: Pandora

TERESA

Cuando vine a este mundo era un bonito día de primavera. Mi madre estuvo toda la noche de parto, y mi padre en la habitación contigua leyendo a Marcial Lafuente. Estefanía. Mi madre, extasiada con tanto dolor y mi padre, ante tanta literatura popular, dejaron que mi tía Teresa, que vino para tal acontecimiento desde Alicante con su marido, abriera sus brazos para albergar ese pequeño ser. Quizás fue eso lo que nos unió a las dos de por vida. Mi bautizo fue lo mejor que ocurrió en Benacazón desde hacía mucho tiempo, pues mis tíos al ser los padrinos decidieron sufragar todos los gastos. Eso gustó al pueblo, pero mortificó a mi madre que no podía nunca llegar a fin de mes. En mi casa vivíamos con los abuelos. Mi abuelo, el padre de mi madre, era alto, de frente ancha, pómulos cuadrados, ojos negros de mirada penetrante, nariz aguileña y labios carnosos. Siempre iba vestido con ropa oscura, tanto para trabajar como cuando se arreglaba para ir a misa o algún funeral. Siempre que iba a estos actos sociales llevaba un traje negro al que mi madre le había añadido unas coderas para tapar el desgaste propio del uso. Por las noches cuando descansaba, nos sentaba al lado de la chimenea y nos contaba sus batallitas como si de cuentos se trataran. Mi hermana Luisa y yo lo escuchábamos embelesadas. De esta manera teníamos la mente ocupada en fantasías y no en cosas más materiales, como el hambre. Antes de acostarme solía reescribir estas historias, y las guardabas como un tesoro. Los domingos, con las pesetas que me daban los abuelos, iba a una tienda donde vendían tebeos del momento y los compraba. Con el paso del tiempo empecé a ojear a escondidas las revistas de moda que me encargaba mi abuela, donde salían unas señoras muy elegantes en el interior.

Para ver aquellas revista, mi abuela, muy solemnemente, se vestía para tal ocasión con su traje negro de los domingos, le daba un poco de color a sus labios, se peinaba y me vestía con un traje rosa. Me arreglaba el pelo y me lo trenzaba y mirándome a los ojos me decía: “Teresita, ya que estas personas nos dejan entrar en sus casas, tendremos que hacerlo elegantemente vestidas”. ¡Cómo me gustaban aquellos momentos compartidos con mi abuela! Los martes volvía a ojear las revistas con mi prima Leonor y le explicaba con todo lujo de detalles todo lo que antes había comentado con mi abuela. Mi prima me escuchaba ensimismada, cerrábamos los ojos para soñar despiertas. ¡Qué tiempos aquellos! Mi hermana desde abajo gritaba: “¡Bajad de las nubes! Eso no os traerá más que desgracias, la vida es otra cosa, la vida es otra cosa.” Participaba poco de los juegos callejeros, los encontraba monótonos y aburridos, siendo en la lectura y los estudios donde realmente me sentía viva. Mi madre tenía un hermoso rostro, de ojos almendrados, nariz respingona y labios pequeños; sus cejas largas y bien curvadas hacían que te fijaras en ella. Su cuerpo, en cambio, había perdido la forma esbelta de antaño. También contribuyeron sus dos embarazos, aunque lo suplía con sus pequeños trucos, pues era una maestra de la aguja. Mi padre se volvió sombrío con el tiempo, pasaba largas horas en su habitación y cuando salía de ella parecía ausente. Perdió el interés por todo y por todos.

Un día, de improviso, vinieron mis padrinos, mis tíos de Alicante. Esa noche se preparó un festín como si fuera Navidad. Hubo comida de todo tipo en la mesa y comimos hasta saciarnos. Después de cenar mi hermana y yo nos fuimos a la cama, pero las voces de la conversación que tenía lugar en el comedor no me dejaban dormir. Así nos enteramos de que tenía que marcharme con ellos a vivir. En ese instante mi hermana y yo nos fundimos en un abrazo y nos dormimos entre sollozos. Aún estábamos abrazadas cuando nos despertaron a la mañana siguiente para darnos la noticia.

A mediodía partíamos hacía Alicante. No pude despedirme de mis amigas ni de mi prima Leonor. El viaje fue monótono y aburrido. Cuando al fin llegamos, pude ver mi nueva casa. Era lo mejor que me había pasado en todo el viaje. Ésta se encontraba en lo alto de un acantilado. Era una casa de formas redondeadas, de color añil, con ventanales amplios, rodeada de un amplio jardín que lo abarcaba todo. El jardín tenía mucho colorido, como si de una pintura impresionista de Monet se tratara. Tenía la forma de un barco. Cuando me enseñaron mi habitación, observé que ésta era amplia, con muebles claros, con estanterías repletas de libros. Mis tíos, sobre todo mi tía Teresa, me llevaba de compras por la ciudad. Alicante era de ensueño, llena de luz y colorido y con un puerto que atravesaba la ciudad. Era una ciudad abierta al mar, dando sensación de libertad. Me compraron tanta ropa que enseguida llené los armarios.

Mi tía era preciosa, tanto su rostro como su cuerpo guardaban una armonía perfecta. Sus andares, un poco felinos, despertaban la admiración de los transeúntes. Sus elevados tacones le hacían parecer aún más esbelta. Mi tío poseía una fábrica de calzado. Solía ir a ella con traje oscuro y corbata, muy elegante. Era un hombre bien parecido, con ojos negros y piel blanca, de nariz algo prominente y labios finos. Era un poco más alto que mi tía. Íbamos todos los meses al teatro y de vez en cuando a la ópera. Mi primera ópera fue “Madame Butterfly”. Cuando la protagonista se suicida por amor, sentí en mis adentros la hoja fría del puñal, no pude gritar, pero mis ojos estaban inundados. Al salir mi tío me preguntó: “¿Te ha gustado?” “Mucho” le contesté. Entonces él, dirigiéndose a mi tía, le dijo: “Teresa, nuestra Teresita, es una jovencita afortunada y nosotros de tenerla.” Los dos me besaron y me abrazaron. Aquello era lo que siempre había deseado, dar y recibir ternura.

En mi instituto había mucha gente interesante. Mi primera y mejor amiga se llamaba Celia, quería ser periodista y con el tiempo lo fue. También estaba Nuria, que quería estudiar lo mismo que yo, psicología. Otro amigo era Luis, un jovencito que quería estudiar para empresario, igual que su padre. Yo, desde que lo vi, quedé prendada de él, pero él se desvivía por todas, ignorándome por completo. Después de clase solíamos ir a una cafetería en el paseo marítimo para charlar y contemplar las embarcaciones. Cuando regresaba a casa por el paseo, era cuando sin saber por qué me embargaba una melancolía debida a la ausencia de mis padres y sobre todo de mi hermana Luisa. Al darse cuenta, mis tíos decidieron que una vez al año fuera a visitar a mis padres, así mantendría el contacto con ellos. La primera vez que regresé a Benacazón era la feria de la Virgen de las Nieves. Mi tía me había hecho un traje de lunares, rosa y blanco, con muchísimos volantes. Mi madre, al verme, empezó a llorar. Mi padre y mi hermana también. Yo les dije: “¿No os alegráis de verme?” A lo que me contestaron que sí. La calle entera acudió a mi casa y también mi prima Leonor. Estas visitas se sucedieron en el tiempo durante todos los años, así conseguí no perder de mis raíces.

Cuando terminé el Instituto también dejé de frecuentar a los compañeros, aunque de vez en cuando los veía por la ciudad. Era con Celia con la que continué una amistad duradera. La universidad era como me la había imaginado, me encantaba la psicología. Aunque el primer año psicoanalizaba a todo el mundo, pronto pasó y disfruté de los estudios. El año fue fantástico. Saqué buenas notas y como regalo mis tíos me compraron una pequeña embarcación. En ella salíamos los fines de semana para visitar algunas cautas con mi amiga Celia.

Atracábamos y al echar el ancla volaba nuestra imaginación. Ella me hablaba de Luis, pues lo veía de vez en cuando. Yo suspiraba calladamente, pues era mi amor secreto.

Al llegar agosto visité a mis padres, siendo en esa visita cuando vi a dos ancianos en la casa. Mi madre me dijo “son tus abuelos paternos”, lo que me dejó petrificada, pues en mi casa solo había una foto de ellos, ya que habían emigrado a Francia en la década de los cincuenta, por necesidad. Durante ese periodo de vacaciones intenté conocerlos y me convencieron de que pasara el verano con ellos en su casita de Saint Michael, en la Bretaña francesa. Mi hermana Luisa preparaba su boda y Leonor se había metido en política.

El año de universidad pasó y yo esperaba con ilusión reunirme con mis abuelos. Fue maravilloso. Visitamos los alrededores. Comimos tanto paté que cuando hoy lo recuerdo me doy un festín, acompañándolo de champagne francés.

Terminada la carrera, me puse a trabajar en una clínica nada convencional. Tenía dos plantas pintadas totalmente de blanco y con tarimas flotantes en todas las habitaciones, de amplios ventanales. En ella trabajábamos una psiquiatra, dos psicólogas y una terapeuta. Una vez por semana seguíamos todas las historias de los casos y entre todas intentábamos solucionar el problema. La vida era placentera e intentábamos aplicar muchas terapias innovadoras.

Un día quedé con un paciente nuevo. Al entrar en el despacho vi que se trataba de Luis. Me quedé casi paralizada y él, un poco desconcertado, empezó a contarme sus crisis. Al terminar vi necesario remitirlo a nuestra terapeuta. Al despedirnos quedamos para tomar café en una cafetería del centro, donde me puso al corriente de su vida. Había ocupado el lugar de su padre en la fábrica de calzado. Innovando mucho en el mundo del calzado. Tenía novia pero no estaba enamorado de ella. El tiempo pasó tan rápido que decidimos repetirlo. Al poco tiempo rompió con su novia y nuestra relación se hizo más sólida. Yo estaba tan enamorada que cuando me pidió que me casara con él le dije que sí, sin titubear.

Así preparé mi boda. A ella vino toda mi familia y mi prima Leonor. Nuestro viaje de novios fue a la isla griega de Corfú. Todo era como en las novelas de Corín Tellado que leía mi hermana Luisa.

Luis era alto, de complexión atlética, ojos verdes y cabello rizado de color negro. En su frente siempre le caían unos rizos y se los apartaba suavemente con los dedos. Me daban ganas de abrazarlo continuamente, ¡Dios, cómo lo quería! Intentamos tener hijos, pero no fue posible. Esto no afectó a nuestra relación pues nos teníamos el uno al otro y eso era suficiente.

Nuestra casa estaba en el centro de la ciudad. Aunque pequeña, era muy acogedora. Teníamos un perro y dos gatos. En el pequeño jardín había un invernadero, al cual le dedicaba muchas horas. Mi pasión era las orquídeas.

Mis suegros eran un poco especiales, pues al ser Luis su único hijo no eran nada tolerantes conmigo. Mi relación con ellos era simplemente educada.

De vez en cuando solía mandar dinero y regalos a mi familia, sobre todo a mi hermana Luisa, pues la pobre no podía salir adelante con todos sus hijos. Cuando mi tía María perdió la cabeza por el Alzheimer precoz, tanto mis padres como mi hermana Luisa intentaron ayudarla, a ella y a sus tres hijos. Aunque mi tía había tenido una vida poco convencional, eso no les impedía seguir queriéndola. La gente no lo entendía y la llamaban "la loca".

Mi marido con la crisis de los cuarenta decidió vender la fábrica y prejubilarse. Salía mucho a navegar y yo me refugié en la clínica. Así, poco a poco, nos fuimos distanciando hasta llegar a ser unos perfectos desconocidos que sólo compartían casa. Si mi relación acababa, seguramente quedaría una amistad. Ya estoy psicoanalizando. Como no deseo aburriros más con esta historia, os diré que no fueron felices, pero sí que comieron perdices.

Post Scriptum: Os quiero, queridos lectores.

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