Cuenta la leyenda que a finales del siglo XV, cuando aún no había terminado la Reconquista, Sevilla era el lugar de paso para las tropas que se dirigían al reino de Granada. Se trataba de una frontera insegura, la cuál permitía infiltrarse fácilmente a individuos armados y merodeadores. En muchas ciudades, y por supuesto en Sevilla había barrios de personas descontentas que siempre estaban dispuestos a fomentar la revuelta. Para agravar más la situación, los nobles españoles estaban divididos en bandos, todos hostiles al poder real, ya que éste intentaba disminuir sus privilegios para fortalecer la autoridad de la Corona.
Por aquel entonces comenzaron a ocurrir en Sevilla siniestros sucesos. Con frecuencia faltaban niños. Unas veces desaparecían en la noche de sus casas, robados de sus propias cunas; otras veces desaparecían al atardecer, sin regresar de sus juegos a sus casas, sin que jamás se volviera a saber de ellos. Cundió la alarma en la ciudad con mil rumores. Unos decían que los niños eran robados por judíos para sacrílegas parodias de la crucifixión de Cristo; otros aseguraban que los niños eran robados por bandidos moros que los llevaban a los palacios del rey de Granada para convertirlos en esclavos; otros, que más bien eran piratas turcos que remontaban el Guadalquivir en barcas, entraban en la ciudad disfrazados de mercaderes para llevarse los niños y venderlos en los mercados del gran Sultán de Constantinopla.
En esta situación de incertidumbre, cierto día un hombre se presentó en casa de Don Alonso de Cárdenas, que por aquel entonces regentaba la ciudad. Aquel hombre no quiso mostrar su rostro ni decir su nombre. Venía a hablar del asunto de los robos de los niños que tan acongojada tenía a la ciudad. Don Alonso le preguntó que si sabía quién o quiénes eran los autores, y que si le ayudaba a prenderlos los haría quemar a fuego lento en el campo de Tablada o los mandaría a descuartizar entre cuatro caballos en la Plaza de San Francisco. El hombre le preguntó que cuál sería su recompensa si le ayudase a terminar con aquel grave asunto. Don Alonso le dijo que el premio sería lo que él quisiera. El hombre entonces pidió su libertad, pero como no se fiaba de las promesas de Don Alonso, pidió un compromiso por escrito ante un escribano y Don Alonso aceptó. Delante del escribano explicó que era un preso fugitivo, que se había escapado de los calabozos de la cárcel a través de las antiguas cloacas, y fue intentando huir por aquellos laberintos estrechos cuando encontró a quien robaba los niños.
Don Alonso firmó el escrito en el que se redactaba que lo perdonaba de sus delitos y liberaba a este hombre, Melchor de Quintana y Argüeso, bachiller en Letras por los Estudios de Osuna, tercera Universidad de España. Melchor le dijo que no sólo le diría quién era el autor de los secuestros sino que le llevaría hasta él, ya que lo había matado hacía dos días. Se dirigieron entonces a la calle Entrecárceles y entraron en el caserón de la cárcel Real, llegaron al calabozo donde había estado encarcelado Melchor y bajaron por las cloacas hasta llegar a un lugar donde se cruzaban varias galerías. Fue entonces cuando Melchor dijo: " Ahí tenéis al ladrón y matador de niños". Y levantando la antorcha para iluminar mostró a los acompañantes el cuerpo de un monstruoso animal, que en un principio parecía un cocodrilo o un dragón pero que finalmente reconocieron como una gran serpiente, de temible aspecto. Uno de los alguaciles armados reconoció la galería y afirmó que en efecto era aquella gran bestia la que robaba a los niños saliendo por otras cloacas al interior de las casas, pues había visto por el suelo algunos restos infantiles. Don Alonso se dirigió a Melchor y le dijo que era libre, que podía marchar a donde quisiera pero que pasara antes por la Casa Consistorial donde le darían algún empleo si quisiera quedarse en Sevilla o dinero para que volviera a su pueblo si así lo deseaba.
Don Alonso ordenó que el disforme "cuerpo de la Sierpe" fuera sacado de aquella galería y fuera expuesto en la calle de Espaderos. A fuerza de repetir el relato de lo sucedido, a esta calle se le empezó a llamar "La calle de la Sierpe", borrándose así de la memoria el nombre que antes tenía, Espaderos.
Según la historia, Melchor Quintana se quedó en Sevilla ocupando un puesto honroso y siendo considerado un hombre valiente y un poeta. Se casó, además, con una hija del mismo Alonso de Cárdenas.