EL PRISMA VIOLETA: NADIA ** Ana Calafat ** Cuento  

Publicado por: Pandora

"Queridos lectores, estando tan cerca el Día del Libro y aún sin tener a mano una rosa, como entramos en el mes de las flores, podéis escoger entre todas sus variedades; por favor absténganse alérgicos. Bromas aparte, este mes de Mayo, a pesar de la feria y todo lo demás, es una buena fecha para leer cualquier escrito. Pero yo os recomiendo Pandora, por la variedad, entusiasmo, y saber hacer del equipo directivo y sus colaboradores"


NADIA (Primera Entrega)

Eran las cuatro de la tarde, andaba por una avenida, buscaba la casa que había solicitado mis servicios, iba abstraída por el gentío que a esa hora deambulaba de aquí para allá. Era un río de personas, un vaivén de olas amontonándose en la orilla buscando la espuma blanca donde poder descansar. De pronto ante mí, una casa de principios del siglo XX se alzaba con todo su esplendor, haciéndome cimbrar la cabeza como negándome a entrar en aquel dominio un poco desconcertante. Sobreponiéndome, llamé al timbre. Un mayordomo correctamente uniformado respondió a mi llamada abriéndome la puerta e invitándome a pasar al interior, donde la casa tomaba forma y mostraba la buena conservación de esta. Era un oasis en medio de una ciudad, espejismo quizás pero ante aquello te apetecía echar anclas…

-¿La señorita Nadia?- me preguntó.

- ¡Si soy Nadia!

La señora la está esperando en el invernadero- me dijo el amable señor.

- Gracias- le contesté, devolviéndole una sonrisa complaciente.

- Acompáñeme, le indicaré el camino.

Cruzamos por varias estancias debidamente decoradas. Parecía que en aquella casa el tiempo se hubiera detenido. Todo era confortablemente acogedor. Me sentía profundamente atrapada por una sensación de calidez, como cuando era niña y mi abuela me abrazaba para ausentarme mis miedos. Los recuerdos volvieron a mí tan cercanos que me estremecí de pies a cabeza. De repente ante mí el invernadero, el cual pasaba por una serie de estancias perfectamente decoradas, como si el tiempo se hubiese parado dejando todo perfectamente entre dos mundos completamente distintos entre sí. De pronto el mayordomo se detuvo ante una puerta que daba a un pequeño invernadero, la abrió.

-Al fondo madame Elisabeth la está esperando- me dijo.

-Gracias-, le contesté al afable señor.

Este desapareció de escena dejándome ante un sorprendente colorido, arreglado como si de un decorado se tratase. Las orquídeas tenían un lugar preferente, rodeadas de todo tipo de flores exóticas. Los diferentes aromas acariciaban mi olfato y liberaban mi mente.

Una anciana con cara sorprendentemente delicada me sonreía desde una mesa de mimbre blanca. Dos tazas de té esperaban en una porcelana exquisita, como todo en aquel lugar. Caminé hasta llegar a su altura y la miré esperando su aprobación. Ella me dijo:

-Siéntate, vamos a tomar un té y luego te cuento para que te he hecho venir hasta aquí con tanta brevedad-, dijo la amable señora.

-Gracias señora, es usted muy amable-, le contesté.

Bebí con suma delicadeza aquella infusión, saboreando cada sorbo al mismo tiempo que admiraba de cerca aquella porcelana que potenciaba cualquier brebaje. Unas pastas de repostería acompañaban aquella merienda como sellando aquel momento único.

-Bueno, prosiguió hablando Elisabeth, voy a ponerte al corriente sobre qué va a consistir tu trabajo en esta casa. Quiero que escribas mis memorias. Antes de dejar este mundo quiero poner sobre papel mi vida transcurrida en él. Debido a mi poca movilidad me gustaría que vivieras aquí en la casa. Como habrás visto es bastante confortable e independiente para vivir las dos sin quitarnos libertad de movimientos.

-No tengo ningún inconveniente en vivir aquí- mi voz sonaba segura.

- Perdona a esta anciana. ¿Cómo te llamas, querida?- su voz sonaba dulce.

-Me llamo Nadia- contesté.

-Bonito nombre. ¿Cuándo puedes empezar a trabajar?- me preguntó.

-Mañana a las diez estoy aquí - contesté.

-Me alegro, quiero empezar cuanto antes, la vida es tan efímera que nunca se sabe…, más a esta edad- y sonrió.

Me despedí de Elisabeth hasta el día siguiente. Ella se levantó estrechándome la mano, lo cual agradecí al comprobar que aquello verdaderamente estaba pasando de verdad. Ya en la calle el suave frío de la tarde despertó mi curiosidad por saber cómo había vivido aquella anciana. ¿Tendría marido, hijos, parientes…? ¿A qué se había dedicado toda la vida? Tantas y tantas preguntas sin respuesta alimentaban mi curiosidad por saber más de aquella dama tan adorable. Pero bueno, poco a poco iría respondiéndome a medida que fuera escribiendo sus memorias. El camino a casa fue largo pues solo pensaba cómo iba a vivir en aquella casa rodeada de tanto refinamiento. Preparé mi ropa y todo lo necesario para una temporada no definida y me acosté para levantarme pronto al día siguiente. Ya en la cama pensé en mi nuevo trabajo como escritora. Era lo que siempre había deseado, escribir, contar historias a la gente, pero por desgracia nunca lo había conseguido por falta de tiempo, pues este lo dedicaba a trabajar para mantenerme, en aquella ciudad a la cual llegué hacía ya dos años.

A la mañana siguiente me levanté, preparé mi portátil y, después de desayunar, me dirigí ilusionada a la casa de la avenida donde se fraguarían todas mis ilusiones de ser una escritora reconocida. El día había amanecido frío. Sentí al instante una sensación gélida apoderarse de mi cuerpo antes de subir al metro. El sol apareció lánguido dando a aquella casa un aire majestuoso, distinguido. La contemplé un rato, con la idea de retener en mis pupilas todo su esplendor antes de penetrar en su interior. A mi llamada acudió el elegante y refinado mayordomo, el cual me recibió con una cálida sonrisa:

-Pase señorita, la voy a acompañar a sus aposentos- dijo.

Le seguí un poco aturdida por tanta distinción, aunque aquello me gustaba. No era usual el comportamiento tan gentil de la gente que habitaba en aquella casa. Pasamos por dos salas vacías antes de adentrarnos en un pasillo. Era estrecho. Una graciosa escalera de caracol daba paso a un precioso estudio totalmente diferente al resto de la casa. Aquello me hizo pensar que allí quizás hubiese vivido alguien joven como yo.

- Espero que este todo a su gusto señorita Nadia- comentó con voz firme.

-Perfecto- fue mi contestación.

-Por cierto me llamo Alfonso, aquí tiene un timbre para llamarme cuando me necesite. Ahora la dejo para que pueda instalarse cómodamente. A las dos es el almuerzo. Pasaré por usted para acompañarla- sin más se despidió con un cordial saludo.

Me dejé caer en la cama antes de explorar todo aquello. Era un pequeño pero acogedor apartamento donde no faltaba nada que pudiera echar en falta. Tenía un baño redondo con una enorme bañera. La luz natural entraba a través de una cristalera de colores situada en parte central del techo. Los rayos solares penetraban formando olas en medio de un atardecer de primavera. Aquello era mágico. Era como los ojos de cristal donde te puedes ver a través de los ojos de Dios. Génesis, pensé. Aunque la biblioteca era pequeña estaba repleta de literatura de todos los géneros. Una cocina culminaba aquella original vivienda. Me di una ducha que me dejó completamente relajada antes de bajar a comer. Al salir del baño comprobé que encima de la cama había un kimono verde con bordados en dorado, unas sandalias bajas a juego y una nota que decía: “No es necesario que se vista con esta ropa, es solo una sugerencia”, lo cual ayudó en mi decisión de vestirme con aquella preciosa bata. Al contemplarme en el espejo pude ver una mujer que aunque se parecía a mí, no era yo. Claro, que dentro de aquella ropa tan suave cualquiera se vería diferente. Puntual como un reloj suizo apareció Alfonso para acompañarme al comedor, que resultó estar al lado del invernadero. Elisabeth me esperaba ataviada con un kimono azul mar que hacia juego con el azul de sus diminutos ojos, éstos todavía mantenían un brillo inusual para su avanzada edad. La puerta del invernadero estaba abierta, emanando un flujo de olores y colorido que invitaban a una paz interior donde todo era posible.

-Perdona que no me levante, ¿te gusta el estudio?

-Sí, es muy cómodo-, contesté a su pregunta.

-Me alegro que te guste, esta tarde dispondremos todo para empezar con mis memorias, ahora vamos a comer querida.

Estaba hambrienta, cuando apareció una joven con un plato repleto de verduras salteadas con un aromático olor a canela.

-¿Qué le apetece beber?- me preguntó la muchacha.

-Lo que tome la señora- le contesté.

Me sirvió una copa de cava Brut.

-Es de mi bodega particular- comentó Elisabeth.

Aquella dama era realmente sibarita en todos los aspectos, pensé. El segundo plato era foie de pato con salsa de setas salteado con miel y frutas del bosque… Estaba en el cielo, no podía estar en otro lugar… Saboreé cada bocado como si fuera el último, sintiendo algo parecido a tocar las estrellas con las manos sin esforzarme lo más mínimo. El postre, mango con espuma de maracuyá, todo regado con un licor de moras… La vajilla de porcelana inglesa con un colorido rosáceo ponía el broche final a aquella comida que pasaría a formar parte de mi herencia de recuerdos para toda la vida. La comida terminó. Esperé alguna señal para levantarme, perpetuando aquel momento mágico.

-Señoras, el té se servirá en el invernadero- dijo la joven que había servido la comida.

Esperé a que se levantara la anfitriona. Lo hizo ayudada de un bastón de plata con un gracioso rostro de perro en nácar. A pesar de sus años mantenía una figura esbelta, erguida y de una elegancia digna de una princesa de antaño. Mi admiración por aquella dama crecía a medida que iba conociéndola, pero también una ternura, hasta entonces adormecida en mí, mecía mi corazón, abrazando la posibilidad de llegar a quererla. Al sentarse lo hizo ceremoniosamente. Su bata se abrió dejando entrever unas botas rosas con cordones de seda, recordando una escena de Fedora, una de mis películas favoritas. La tarde paso rápida con los preparativos y, aunque me adelantó algo de su vida, decidimos empezar al día siguiente después del desayuno. Al anochecer Elisabeth me invitó a dar un paseo por el jardín, “para alimentar nuestra retina” dijo sonriendo. El jardín tenía una amplia gama de pinceladas de Monet. Cada variedad estaba debidamente separada de la otra con un pasillo para dejar que los rayos solares iluminaran todo, dándole la luz necesaria para ser un espectáculo perfecto para cualquier ser humano. Los últimos rayos de luz daban una tonalidad poética formando una aureola de felicidad infinita. El manto verde por donde caminábamos acariciaba los pasos suavemente. Mi acompañante iba delante. La seda de su bata se contoneaba con la brisa del anochecer. De pronto se paró ante una pequeña marquesina de hierro pintada en azul y dorado, toda ella abrazada por una buganvilla color naranja. En el interior, unos confortables cojines adamascados en suaves colores eran todo el mobiliario que contenía, único, sublime. Nos sentamos suavemente, como para no estropear aquella maravilla. El silencio fue nuestro invitado en aquel anochecer que no necesitaba de las palabras para ser inolvidable. Una música de violín flotaba por todo el jardín envolviendo las notas que volaban libremente, mientras la luna tímidamente aparecía por detrás de unos árboles, iluminando aquel paraje de ensueño. De pronto Elisabeth comentó:

-¿Te apetece cenar?

-Sí, la verdad es que tengo hambre- respondí.

Mientras nos acercábamos a la casa a través de los cristales del comedor, pude ver que el violinista era Alfonso. Me quedé maravillada… Allí nada parecía lo que era. ¿O tal vez sí?

Cenamos ligeramente, unas verduras a la plancha, una piña con fresas. Esta vez tomamos agua con unas gotitas de azahar.

-Mañana si quieres podemos empezar sobre las diez de la mañana- dijo Elisabeth.

-Me parece que es buena hora- le contesté.

- Perdóname querida, pero a estas horas me retiro a la piscina para leer un poco antes de acostarme.

Comprendí su indirecta.

- Yo también necesito retirarme para preparar lo necesario para mañana, buenas noches.

-Buenas noches, Nadia.

A medida que me acercaba a la habitación oí unos gemidos que venían del fondo del pasillo. Me acerqué para comprobar que no era mi imaginación y verdaderamente alguien gemía atropelladamente mientras decía:

-¡Te quiero, te quise y te querré!… no me dejes, amor mío, te lo ruego.

Una voz varonil le respondió:

-Yo no te convengo, tengo mujer e hijos y tú tienes toda la vida por delante, mientras que la mía languidece inexorablemente…

-Pero yo no soy nada sin ti, mi vida-, decía la mujer con desesperación.

La puerta se abrió al mismo tiempo que yo me escondí detrás de las cortinas del pasillo para no ser sorprendida por aquel hombre que ahora pasaba por mi lado. Yo contenía la respiración para que no me oyera. ¡Dios mío! Aquello no podía ser verdad. Aquel hombre era un joven con un extraño parecido con el mayordomo. Salí de mi escondite para dirigirme a mi habitación con una sensación de haber descubierto algo prohibido. Al llegar a la puerta de mi dormitorio respiré como si me faltara el aliento.

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